EL SISTEMA NERVIOSO TE CONECTA CON EL MUNDO Y CON DIOS

El sistema nervioso posee dos funciones. Por un lado, los nervios te permiten interactuar con el mundo, y por otro lado, tal como descubrieron los yoguis de tiempos remotos, los nervios sirven también para establecer contacto con Dios. La energía vital presente en el cuerpo humano fluye ordinariamente hacia el exterior, desde el cerebro y la columna vertebral —pasando a través de los nervios— hasta desembocar en los sentidos y sus experiencias externas. Cuando por medio de la meditación yóguica se invierte el flujo de la energía y se dirige al interior, la conciencia es atraída hacia los sutiles centros espirituales del eje cerebroespinal donde se experimenta la percepción divina y la unión con Dios.  

El nerviosismo —la estimulación excesiva de los nervios— mantiene la conciencia atada al cuerpo; la calma conduce a la comunión con Dios. Cuando desconectas la energía nerviosa externa y te sumerges en la calma de la meditación, de manera que la energía vital se retira de los sentidos hacia los centros cerebroespinales de percepción espiritual, tu sistema nervioso se conecta con la supraconciencia y experimentas a Dios. Te encuentras entonces en la región de la luz, ubicada más allá de los dominios subconscientes del sueño. Dormir es la forma Inconsciente de desconectar la energía vital de los nervios; por ello obtienes cierto grado de reposo al dormir, pero no percibes conscientemente la bienaventuranza que produce el estado supraconsciente. Cuando despiertas, eres la misma persona que cuando comenzaste a dormir. Pero si eres capaz de cruzar el reino subconsciente y dirigirte hacia la región supraconsciente de la luz, obtendrás las más maravillosas experiencias, que producirán a su vez cambios espirituales duraderos en tu conciencia. Cuanto más puedas permanecer en ese estado interiorizado de dicha durante la meditación, en mayor grado sentirás ese gozo dentro de ti, de manera continua, aun en medio de la intensa actividad. 

Libro “El viaje a la Iluminación”, Paramahansa Yogananda, Pág. 101